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El cielo se había cubierto de estrellas cuando Megan y Drake despertaron. La luz de la luna llena se filtraba por las ventanas abiertas de las habitaciones de la mansión Preston, y en la casa reinaba el silencio. De vez en cuando, se oía un pájaro cantar, y algún que otro caballo remugar. Los hermanos se despertaron —ya que habían decidido dormir un poco antes del viaje—, cada uno en un aposento distinto. A Drake le habían conseguido ropa más cómoda, y se la habían preparado en el escritorio; a Megan, le habían preparado un ropaje de los que sólo ella utilizaba, y le habían preparado también un baúl con todo lo necesario para un viaje. El señor Hawks se levantó de la mullida cama y se vistió con la ropa que había preparada, y después se colocó el cinto, con todas las armas que llevaba en él. La señorita Preston, en su habitación, se dio un baño, su doncella la peinó, y después la ayudó con la ropa. Cada minuto que pasaba, la morena se arrepentía más de su decisión. Pero tenía que ser valiente; debía salvar a su madre.