lunes, 10 de octubre de 2011

Capítulo uno


1


Toda la ciudad estaba invitada al baile, y ante la noticia que iba a asistir el gobernador y, además, un nuevo vecino perteneciente a la alta burguesía, todas las jóvenes se vistieron con sus mejores vestidos con tal de dar buena impresión y, quizás, conseguir marido.
El salón rebosaba de vida. Los muros eran blancos como perlas, al igual que las columnas decoradas con una especie de líneas curvas, formando extrañas figuras, en el fuste. El gran salón olía a rosas, entremezclado con los distintos perfumes de las mujeres. Todas las jóvenes vestían de blanco, champán, o colores claros, combinándolo con pequeños decorativos en el pelo, también blancos. Las mujeres más mayores, las que ya estaban casadas y tenían hijos o hijas, iban vestidas de colores oscuros, y con plumas en la cabeza en vez de pequeños detalles como las jóvenes solteras. Los señores, al contrario que las señoritas, vestían de colores oscuros tales como el negro o el azul marino, pero siempre con una camisa blanca debajo del traje. Los sirvientes, en cambio, vestían de color marrón claro, y con pelucas blancas, al contrario que los jóvenes solteros pero al igual que los hombres que estaban ya casados.
El gobernador y su familia llegaron inmediatamente después que sus sirvientes, incluido entre éstos últimos el señor Hawks.
Durante la velada, los orgullosos señor y señora Gaverts estuvieron observando cómo los jóvenes solteros bailaban con sus hijas Audrey y Shirley, aunque no vieron que algunos repetían un baile o dos, ya que al estar toda la ciudad invitada al baile, había demasiada gente como para tenerlas a vista toda la velada. Shirley disfrutó todo lo que pudo del baile, ya que tenía claro que esa noche iba a ser la última en su amada Plymouth Dock. Drake Hawks tampoco desperdició la ocasión, y cada canción la bailó con una joven distinta. El señor Hawks, gracias a su aspecto cautivador y su sonrisa rebelde, era muy popular entre las jóvenes de cualquier ciudad adónde iba. El pelo largo hasta los hombros, siempre recogido en una coleta, también ayudaba bastante. La familia Gaverts se percató de la llegada del nuevo vecino cuando los bailarines y la música pararon de pronto. Ante toda la ciudad, se encontraban dos personas jóvenes: un hombre, moreno, alto y fornido; y una mujer, morena, muy hermosa y con uno de los vestidos más bonitos de la sala. La joven llamaba exquisitamente la atención por el contraste de su piel y su pelo oscuros con su vestido blanco perla, al igual que los guantes largos y los encajes de su pelo. El joven, en cambio, no llamaba mucho la atención pero al menos era, lo que se dice, agradable a la vista. Éstos anduvieron por el camino libre que les habían dejado los bailarines hasta llegar al otro extremo del gran salón de baile. La música comenzó a sonar de nuevo, y las risas y conversaciones volvieron a surgir dentro de aquella habitación, sólo que ahora, los susurros y rumores eran todos sobre los recién llegados, descubriendo cuánto cobraban al año, su herencia, sus posesiones, su disponibilidad y sus intenciones de matrimonio.
—¡Cinco mil al año! —exclamaba una voz.
—¡Y está soltero! —contestaba otra.
—Mis hijas son muy bellas, no me extrañaría que eligiese a una de ellas como esposa —alardeaba una señora vestida de marrón oscuro y con el cabello recogido en un moño, dejando algunos mechones rebeldes sueltos.
—Oh, querido, debes presentar nuestras hijas al señor Preston antes de que la señora Claybrook lo haga —suplicaba la señora Dewhurst, vestida con un vestido azul marino y con una pluma también azul marino decorándole la cabellera.
Mientras, los señores Preston, así se llamaban los recién llegados, eran informados sobre las familias allí presentes. Así, decidieron presentarse ante el gobernador y su familia tan pronto como supieron quiénes eran.
—Milord —llamó la atención el señor Preston, causando que el señor Gaverts se girara para mirarle—, si no os importa, nos gustaría presentarnos —pidió cortésmente.
—Claro, como no —aceptó el gobernador.
El señor Preston se reverenció inclinando la cabeza hacia Howard Gaverts, y prosiguió con la presentación.
—Soy Dwight Preston, y ella es mi hermana, Megan Preston.
Howard Gaverts expresó su placer en conocerles oficialmente, y a continuación pasó a la presentación de su familia y la suya propia.
—Señor Preston, señorita Preston, yo soy el gobernador Howard Gaverts, y ellas son: Anne Gaverts, mi esposa; y Audrey Gaverts, mi hija mayor. Tengo otra hija, Shirley, pero me temo que ya está bailando —presentó el señor Gaverts, señalando con la mano abierta a medida que decía los nombres de su familia.
—Es un gusto conocerles —expresó Megan Preston, con una reverencia y una sonrisa.
En cambio, Dwight observaba la exquisita belleza de la señorita Gaverts.
A continuación, se oyó el aplaudir de los bailarines, anunciando así el fin de la canción, momento en que los jóvenes solteros invitaban a las muchachas al siguiente baile. En este caso, Drake eligió a alguien que llevara el apellido Gaverts, para intentar sacar algo de información sobre el medallón y la llave. Así, el señor Hawks, o ahora señor Dryton, invitó a Shirley Gaverts al próximo baile, y Dwight Preston decidió invitar a la muchacha que tenía delante: Audrey Gaverts.
Cuando la música empezó a tocar, las parejas de bailarines comenzaron a bailar al son de la música, mientras se presentaban y se hacían preguntas para conocerse mejor. Entre esas parejas que hablaban mientras bailaban, se encontraban el señor Hawks y la señorita Gaverts.
—Sois muy bella, señorita Gaverts —la elogió Drake, mientras le dedicaba una sonrisa cautivadora.
—Ese elogio me interesaría más si fueseis vos un noble en vez de un sirviente en casa de mi padre, señor Dryton —confesó Shirley.
El señor Hawks rió del comentario de Shirley, olvidando así su objetivo de conseguir información sobre los objetos pertenecientes al gobernador y su esposa.
—¿Lo único que os importa para el matrimonio es eso, señorita? ¿El amor no cuenta? —preguntó Drake.
—El mundo no se mueve con amor, señor Dryton, se mueve con dinero —argumentó la señorita Gaverts.
—Yo creo que el amor es más importante que el dinero en una relación, señorita Gaverts —opinó el castaño.
—Mentís, señor Dryton. Si esa fuese vuestra opinión verdadera, vos no estaríais bailando conmigo —explicó la castaña.
—¿Puedo preguntar por qué, señorita?
—Porque soy la hija del gobernador, señor Dryton.
—¿Y no puede atraerme la hija del gobernador, señorita Gaverts?
—No, siendo vos un sirviente —contestó Shirley.
Drake sonrió mientras su joven pareja se limitaba a concentrarse en el baile.
—Decidme, señorita Gaverts, ¿os gusta la lectura? —preguntó el señor Preston, que deseaba saber más sobre su primera pareja de la velada.
—Disfruto con ella, señor Preston, al igual que disfruto montando a caballo —contestó simpática Audrey—. ¿Y vos? ¿Con qué disfrutáis, si me permitís la pregunta?
—Por supuesto que os la permito, señorita. La verdad es que mi pasión es la música. Disfruto tocando el piano y oyendo como lo tocan. Por descontado, también disfruto mucho con la lectura.
Audrey le dedicó una sonrisa mientras su pareja la miraba fijamente a los ojos a la vez que bailaban al compás de la música.
Los señores Gaverts se atrevieron a acercarse a los bailarines para observar a sus hijas bailar con sus respectivas parejas, y fue cuando vislumbraron a su hija Shirley bailando con el sirviente que encontraron ayer en su aposento. El señor Gaverts se enfureció por este hecho, pero su esposa logró calmarlo recordándole que fue él quien obligó al muchacho a acudir a este baile. Alguien los llamó por detrás para tener el gusto de conocer personalmente al gobernador y su esposa. Mientras ellos se presentaban, el baile acabó, y miles de aplausos resonaron por la sala. Audrey se despidió de su pareja con una cabezada y buscó a su hermana, cuando la vislumbró al lado de un sirviente de su padre, el cual, por cierto, no le sonaba haberlo visto antes sirviendo en casa.
—Sois vos diferente a las demás —decía en ese momento el señor Hawks.
—Sí, tengo constancia de ello. También vos sois original, señor Dryton: mentís más que decís la verdad.
Él sonrió, y a lo lejos se oyó a Audrey llamar a su hermana. La rubia llegó al lado de Shirley, y como si lo hubieran planeado, miraron a Drake a la vez demandándole con ellos intimidad. El señor Hawks lo entendió a la primera.
—Si me disculpan, tengo un asunto que atender —anunció, mirando aleatoriamente a las hermanas y retirándose pasando entre las dos.
Audrey miró a su hermana a los ojos, y supo que su decisión no había cambiado. La cogió de la mano y la llevó al lado de la pared más cercana.
—Estás decidida a irte, entonces, ¿verdad? —le preguntó Audrey.
—Sí. He encargado a uno de los sirvientes que cogiese vestimenta y alimento para mi viaje. Me está esperando fuera.
Audrey le dedicó una delicada sonrisa a su hermana y la abrazó a continuación. La castaña le devolvió el abrazo, sabiendo que no la vería hasta dentro de unos meses, años, o quizás nunca más.
—Te deseo mucha suerte, allá donde vayas —le confesó la joven rubia, mientras deshacían el abrazo.
Shirley le dedicó una sonrisa.
—¿Irte? ¿Adónde, si puedo saberlo? —preguntó una voz masculina.
Las jóvenes se giraron para mirar a quien había formulado las preguntas, encontrándose cara a cara con Howard Gaverts y su esposa.
El señor Hawks sacó el reloj redondeado dorado del bolsillo interior de su traje. Lo abrió y observó la posición de las manecillas negras sobre el fondo blanco y dorado. Era la hora. Volviéndolo a guardar, se retiró del salón y salió a la puerta principal, donde se encontraba un guardia trajeado y con una peluca blanca, además de sostener una vara larga y dorada que le servía para mantener a los indeseables fuera del recinto.
Al salir al exterior, Drake contempló el paisaje que tenía delante, después se giró a la izquierda, y después a la derecha, cuando vio aquello que buscaba. Torció la sonrisa mirando a aquellos ojos marrones y asintió débilmente. En la oscuridad de la noche, unos dientes amarillos y estropeados se dejaron ver, formando una sonrisa. Después, el rostro que poseía esos dientes y esos ojos se alejó hacia la costa, andando hacia atrás, donde se podían vislumbrar varios barcos amarrados en el muelle. Drake dirigió la mirada entonces al hombre que guardaba la entrada, y se acercó a él con la intención de entablar una conversación. Después de unos segundos observando al guardia, el cual no se había movido desde que Drake había salido, el señor Hawks contempló el cielo estrellado. Cerca del mar, las estrellas lucían más brillantes.
—Bonita noche —comentó Drake.
—Sí, señor, muy bonita —contestó el guardia, con falso interés, ya que sólo contestaba porque era su obligación hacerlo.
—Decidme, señor, ¿tenéis vos familia? —preguntó el señor Hawks, bajando el rostro hasta centrar sus ojos en el vigilante.
—Sí —se limitó a contestar el trajeado hombre.
—¿Tenéis hijos, entonces? —siguió interrogando Drake.
—Sí. Uno, señor —contestó, sin haber retirado en ningún momento la vista al frente.
La brisa otoñal agitó delicadamente el cabello del señor Hawks, al igual que la blanca del vigía.
—¿Qué edad tiene?
—Diez años, señor.
El señor Hawks vislumbró algo mientras miraba al guardia. Fijó la vista más allá del vigía, y pudo comprobar lo que él creía haber visto. Dirigió de nuevo la mirada hacia el hombre,  y le hizo una última pregunta:
—¿Queréis a vuestra familia?
El hombre, por primera vez en toda la noche, desvió la mirada del frente, y miró a Drake con expresión sorprendida y dolida.
—Por supuesto, señor —contestó, frunciendo el ceño.
El señor Hawks, con las manos cruzadas a la espalda, se acercó al hombre y le habló duramente.
—Entonces, huye. Si de verdad quieres a tu familia, huye y no salgas hoy de casa —el uso de la segunda persona del singular dio más importancia a la advertencia, lo que hizo que el vigía se asustara e incluso se retirara un paso atrás.
Drake desvió la mirada más allá del vigía de nuevo, y es cuando el hombre comprendió que esa mirada quería decirle algo. Se giró para la dirección en qué miraba el señor Hawks, y en efecto vio lo que sospechaba: los piratas armados con sables y revólveres se acercaban a toda velocidad por la cuesta que dirigía hacia el salón de baile. El guardia miró asustado a Drake, y éste le devolvió la mirada amenazante. A continuación, lo único que supo hacer aquel hombre fue correr. Corrió hasta llegar a su humilde hogar. Ya allí, se dispuso a cerrar la puerta con tanta seguridad como pudo, al igual que las ventanas, y se encerró en la habitación de matrimonio con su mujer e hijo.
Los piratas llegaron corriendo al recinto, pero silenciosos como sólo ellos sabían ser. Cuando estuvieron casi todos parados enfrente de Drake, alguien del montón de piratas lanzó una espada hacia el señor Hawks, quien cogió el objeto al aire, como buen capitán pirata. Cuando tuvo la espada en la mano derecha, dirigió su punta afilada al pelotón, causándoles respeto.
—Sucios rastreros, sabéis a lo que habéis venido aquí: ¡a saquear y robar hasta reventar! —los animó Drake, alzando su espada hacia el cielo estrellado, y causando que todos los piratas gritaran e imitaran la acción de su capitán—. Pero recordad que el gobernador y su esposa son míos —advirtió Hawks.
Entraron violentamente al salón, causando el caos en menos de un segundo. Los jóvenes corrían hacia la puerta o hacia los servicios, mientras los piratas retenían a los que parecían más adinerados y les robaban los relojes de bolsillo y todas las joyas que lucían. Otros, atracaban la mesa de la comida, robando cubertería o la comida misma. Había muertos, por descontado; los que se negaban a darles nada o simplemente a los que ya les habían robado todo lo valioso que poseían. Drake entró más tarde y observó la tragedia que había causado su tripulación de turno.
“La próxima vez formaré yo mismo mi propia tripulación”, pensó Hawks.
Drake Hawks era un pirata poco sanguinario. Él consideraba que ser pirata era equivalente a ser libre, y eso era lo que él anhelaba. Él no buscaba los tesoros escondidos de El Capitán Kidd[1], ni saqueaba ciudades con tal de apoderarse de metales preciosos ni riquezas. Drake decidió hacerse pirata para poder hacer todo lo que él quisiese, sin tener que responder ante nadie por sus actos. Al hacerse pirata, también se había propuesto un objetivo: encontrar y resolver todos los misterios que el océano guardaba.
Drake se puso en marcha en cuanto se dio cuenta que estaba parado en medio del caos. Buscó al gobernador y su esposa levantando la cabeza como una jirafa, intentando ver por encima del resto de las cabezas y sables que se alzaban de vez en cuando. Los vislumbró al lado de la pared, intentando correr para escapar por la puerta principal.
El gobernador agarraba fuertemente la mano de la señora Gaverts, pero era difícil moverse por aquel salón lleno de gente, donde nadie sabía adónde se dirigía. Además, los señores Gaverts estaban confusos: cada vez que un pirata se les acercaba con intención de atacarles, robarles o matarles, se detenían frente a ellos, les miraban con cierta rabia, y se retiraban. Howard no se quejaba de esta situación, ya que a él esta actitud le favorecía, pero no dejaba de ser extraño. El gobernador y su esposa corrían hacia la puerta, cuando alguien se situó delante de ellos, barrándoles el paso. Anne Gaverts reconoció al pirata parado frente a ellos.
—¿Señor Dryton? —preguntó la señora Gaverts.
Drake torció la sonrisa, y a continuación hizo una reverencia.
—Así es, señora.
—¿Qué queréis? —preguntó el gobernador, con un brazo delante de su esposa, con tal de protegerla.
—Es sencillo: vos me dais lo que yo quiero, y yo os dejo marchar sin haceros ningún daño —prometió Hawks.
—¿Por qué debería confiar en la palabra de un pirata? —se defendió el señor Gaverts.
Drake Hawks sonrió.
—Porque soy el único pirata aquí que no os mató en cuanto pudo hacerlo, por ejemplo, la otra noche, en vuestra misma casa.
Los señores Gaverts se miraron el uno al otro, dándose cuenta que el pirata tenía razón.
—¿Y qué es lo que queréis? —preguntó la esposa del gobernador.
Drake desvió la vista a los cuellos de sus interlocutores, cuando se dio cuenta de algo. Volvió a mirarles a los ojos y, enfadado, les apuntó con la espada.
—¿Dónde están los collares? —preguntó, desesperado.
Los señores Gaverts se sorprendieron. ¿Era eso lo que buscaba el pirata? Si el señor Dryton se había resistido a robar su fortuna en cuanto tuvo la oportunidad, sabía el secreto de ésos medallones. El señor Dryton, pensó Howard Gaverts, sabía lo que hacía.
—Prometedme que no haréis daño a los poseedores de dichos objetos en cuanto os diga dónde se encuentran —pidió el gobernador.
A Drake no le costó aceptar la condición. Prometió no hacer daño a los proveedores del medallón y la llave, siempre y cuando le confesaran dónde los podía encontrar.
Connor Gray entró en ése momento a la gran habitación, observando todo el caos causado por los piratas. Gray llevaba el pelo largo moreno desordenado, despeinado sin cuidado, una barba de cuatro días y las ropas sucias y manchadas de sangre. Respiraba con voz grave y tenía la boca entreabierta, dejando ver los dientes podridos. Se sujetaba el codo izquierdo con su mano derecha, en la que llevaba un revólver. En el cinto se podía ver cómo el hueco que debía ocupar su espada se mantenía vacío. Buscó con la mirada al ladrón, cuando lo vio amenazando a los que parecían el gobernador y su esposa, meramente por las ropas que llevaban y la peluca característica del gobernador. Connor Gray, enfurecido, lanzó un disparo al techo, haciendo que algunos reconociesen el disparo y parasen de saquear para mirarle a él. Los que le reconocieron, avisaron a los demás sin salir de su asombro.
—¡Malditos bastardos! —exclamó Connor, para llamar la atención de los piratas reunidos en ésa sala—. Se adueña de mi espada y me sustituye un ladronzuelo y vosotros le creéis sin cuestionarle. ¿Dónde está vuestra lealtad, asquerosas sanguijuelas? —los piratas aceptaron respetuosos la riña, ya que su capitán tenía toda la razón: hace cuatro días se presentó un joven con la espada de Gray, anunciando que él había muerto y le había nombrado capitán de su navío y de sus secuaces; los piratas le habían creído sin dificultad, aun sabiendo que su capitán nunca daría su espada a nadie por el gran valor que esta tiene.
Connor Gray desvió la vista hacia donde había visto antes al traidor, pero Drake Hawks ya no se encontraba allí, al igual que el gobernador y su esposa. Deseoso de venganza, ordenó a su tripulación:
—¡Traedme al traidor ante mí! ¡Traedme la espada! ¡A qué esperáis, perros sarnosos!
Los piratas se pusieron en marcha, buscando a Drake por la sala, pero no fueron capaces de encontrarle. Ni a él, ni a la espada perteneciente a Connor Gray, su verdadero y único capitán.
Hawks corría hacia el puerto, escapando de Gray, quien, pensó Drake, le torturaría y mataría si le encontraba. De repente, mientras Hawks pensaba en las posibles torturas que podía recibir de Gray, una espada salió por la derecha de Hawks, de entre la oscuridad, barrándole el paso horizontalmente a la altura de su cuello. Drake se detuvo mirando con precaución el sable.
—¿Dónde vais tan a prisa? —cuestionó una voz, que parecía femenina.
—Con todo el respeto, señorita, no creo que os interese.
Una figura realmente elegante surgió de la oscuridad, empuñando la espada con decisión.
Hawks, asombrado como estaba de verla de nuevo, se acercó a ella, pero ésta mantenía la espada en alto, amenazante, sin ninguna intención de bajar la guardia.
—¿Megan? —reconoció Drake.
Megan Preston sonrió fugazmente, para luego ordenar caminar a Drake hacia su izquierda con una expresión violenta, y sin dejar de amenazarle con la espada, ahora con la punta fija en la espalda de Drake.
—Dwight te está esperando —anunció la señorita Preston.
—Estoy deseando verle de nuevo —ironizó Hawks, con una falsa sonrisa.
Megan llevó a Drake hacia la mansión que se había apropiado la familia Preston al llegar a Plymouth Dock, la cual se elevaba detrás de un lago con forma redondeada. La casa de color ocre, color destacado de entre el verde y el azul de los alrededores, estaba abarrotada de ventanas, las del primer piso eran medianas y las de las otras dos plantas iban de arriba abajo. Rodeando la mansión, habían plantados pequeños árboles que cooperaban a la vista natural de la mansión, haciendo así que pareciera que la casa en sí era parte del paisaje. El edificio estaba elevado del suelo, de manera que las escaleras ocupaban gran parte de los alrededores. Las principales eran totalmente rectas y llevaban a la puerta principal; al lado izquierdo había unas escaleras paralelas entre sí, haciendo forma de zig-zag; detrás de la casa se encontraban unas escaleras de caracol, rodeadas de enredaderas verdes y fuertes.
Megan y Drake entraron por las escaleras de caracol, que llevaban directamente a una puerta camuflada que daba al despacho. Megan no había dejado de amenazar a Drake con la punta de su espada en medio de los omóplatos de él, ni siquiera cuando entraron al despacho.
Dwight Preston, colocado detrás del escritorio con las manos en los bolsillos de sus pantalones blancos, ordenó a su hermana dejar libre de amenazas al señor Hawks. Megan obedeció a regañadientes, y dio paso a sentarse en una butaca que quedaba al lado de la puerta de entrada al despacho, pero no la que daba al exterior, sino la que daba al interior de la mansión.
Los ojos de los dos jóvenes se cruzaron y se lanzaron miradas de reproche, y Drake fue el primero en hablar:
—¿Qué? —demandó, moviendo ligeramente la cabeza.
—¿La espada de Connor Gray? ¿No se te ocurrió otra cosa para robarle? ¿Y se puede saber cómo se te ocurrió robarle a él? —le reprochó Dwight.
—No puede ser tan malo —comentó Drake, tocando los papeles que había sobre la mesa del despacho.
Dwight dio un golpe a la mesa con la palma de su mano, justo donde había estado segundos antes la mano de Drake. Hawks levantó la vista del escritorio y miró al señor Preston.
—Drake, sabes tan bien como yo que Gray es un hombre vengativo. ¡No se detendrá hasta matarte él mismo! ¡Entra en razón por una vez, ¿quieres?!
Los dos jóvenes se quedaron con la mirada fija el uno al otro, y de nuevo, fue Hawks quien habló:
—Necesitas calmar esos nervios —aconsejó, señalando a Dwight con el dedo índice mientras caminaba hacia atrás.
—¡Drake! —le regañó el moreno.
—Relájate. Sé lo que debo hacer —le explicó el castaño. El señor Preston levantó una ceja, pidiendo una explicación—. Sólo debo ocultarme en el lugar que menos cabría imaginar, ya que es el sitio que se me ocurriría en primer lugar—recitó Hawks.
Dwight se mostró relajado de repente.
—Tortuga —comprendió.
Drake torció su sonrisa y repitió el nombre de la isla.
—Será mejor que parta lo antes posible ¿no crees? —se escabulló Hawks, mientras se dirigía a la puerta que daba al exterior.
—¿Has encontrado el medallón y la llave? —preguntó Dwight, resignándose a dejar escapar a Drake.
El de pelo largo se detuvo, se giró lentamente y le contestó:
—No, pero ahora sé dónde están.
—Pronto no te reconocerá —le advirtió Dwight.
—No se puede olvidar un rostro así como así, Dwight —le replicó Hawks.
—Lo sé. Pero otra cosa es que  no pueda verlo.
—¿Cómo? —preguntó el castaño.
—Ya no ve nada, Drake. Padre se ha quedado ciego —le explicó Dwight.
—¿Cuándo pasó eso? —cuestionó Drake, con el ceño fruncido y con expresión dolorida.
—Hace un mes —contestó Dwight, causando que su hermano desviara la vista hacia el suelo, con lágrimas en los ojos—. Drake, no creo que llegues a tiempo para…
—Ni se te ocurra decirlo —le interrumpió Drake—. Ni siquiera lo pienses. Lo encontraré, encontraré los objetos y lo demás. Llegaré a tiempo, ya verás —esperanzó Drake.
Los hermanos suspiraron al unísono, y luego Dwight dio permiso a su hermano para marchar a por el poder del tiempo.



[1] Es a menudo recordado como un pirata cruel y sanguinario. Se dice que fue el único pirata que enterró su tesoro en un islote, creando un mapa lleno de claves secretas con tal de encontrarlo.

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